Un hombre entra en un bar y empieza a contar un chiste de polacos. El hombre sentado junto a él, un tipo grande y pesado, pura dinamita, se vuelve y le dice amenazadoramente:
-Yo soy polaco. Aguarda un momento a que vengan mis hijos-.
Entonces llama en voz alta:
-Ivan, ven aquí; y trae a tu hermano-.
Dos hombres más grandes que el primero salen del salón posterior.
-Joseph -vuelve a llamar el hombre-, ven y tráete a tu primo-.
Dos hombres más, los más grandes de todos, entran por la puerta de atrás. Los cinco hombres se aglomeran en torno al hombre del chiste.
-Ahora -dice el primer polaco-, ¿quieres acabar ese chiste?
-No -dice el hombre.
-¿No? ¿Y por qué no? -dice el polaco abriendo y cerrando los puños-.
¿Acaso tienes miedo?
-No -responde el hombre-, es que no me apetece tener que explicarles a cinco hombres en dónde reside la gracia del chiste.
La gente es muy lista con las palabras. Pueden esconder tras ellas cualquier realidad. Ese hombre tenía miedo -esos cinco hombres podían matarle-, pero encuentra una bonita excusa: «No quiero molestarme en explicar a cinco personas el significado del chiste».
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